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Por fin, Paco Ortega, o, mejor dicho, su heterónimo Francisco M. Ortega Palomares, se ha decidido a publicar uno de sus múltiples poemarios. Al menos eso es lo que ha manifestado. Aunque con Paco, y, no digamos, con Francisco M. Ortega, nunca se sabe. O, para ser más exactos, se sabe que nunca se sabe. Es por eso del existencialismo: Kafka, Camus, Sartre, la náusea... La vida, en fin; posibilidad de lo posible; por ejemplo de que Francisco M. Ortega Palomares haya resuelto o no servirnos el güisqui con agua de sus versos, que es como mostrarnos la ciudad mestiza que desde hace veinte años le viene quitando el sueño y la vida. Porque Ortega es un poeta, un ciudadano perdido y encontrado en la neblina ambigua y finisecular de las aceras y los pabs. Masacrada por él mismo su inexistente candidez de aldea (no quiere ser una gloria local), en busca de un yo humano des-civilizado que lo rehace y lo deshace, porque en el fondo qué más da, las palabras de Ortega se llenan de la desesperanza anónima de quien no busca ya soluciones porque no cree más que en di-soluciones. Su estética es la estética del perdedor, que, por perder, no le preocupa siquiera la pérdida de su anonimato poético, como no le han importado desde casi nunca los escaparates editoriales ni los circos culturales. Al fin y al cabo, en todo un universo que va a su radical desaparición, ¿qué importa el algo de escribir? ¿Qué importan unas pocas palabras? ¿Qué significa ganar o perder?


Francisco M. Ortega sólo concibe otro oficio tan absurdo e inútil como el de escribir, la costumbre dolorosa de vivir. La existencia humana, con su inteligencia monstruosa que no nos salva de la muerte, carece para él de toda justificación. El hecho ineludible es que hemos de morir y, ante ese fenómeno indiscutible y sin sentido, no queda otro remedio que resignarse a vivir, acomodarse a matar el tiempo hasta que este, a su vez, nos dé muerte. Este estoicismo, este escepticismo, más bien, que si no da la felicidad al menos concede una ligera y elegante cordura, no es bastante para entender el mundo, pero sí para entendérnoslas con él, para enfrentarnos a su permanente naufragio, a su desorden y a su injusticia. )Y qué mejor forma de naufragar que sobre el windsurf de la poesía? Esa momentánea apariencia de armonía que nos ofrece el orden y recuento de nuestros fracasos y ausencias...


Y precisamente ese enumerar lo vivido, esa cuenta atrás, con su doble valor en cuanto profecía del pasado y del futuro (eterno subir y bajar de Sísifo), es el único bálsamo de quien viene herido por la luz convencional de los neones y el silencio negro y hosco de los cielos urbanos, la esperanza de quien no espera nada y juega a mirar y a actuar como si esperase todavía algo o a alguien. Así, la mujer, como la mar de Baudelaire, siempre recomenzada y siempre deseada: Homme libre, toujours tu chériras la mer. Paco y Francisco M. juegan a estar enamorados de la mujer; o mejor dicho, enamorados de la idea que tienen de lo femenino. Un idealismo, sí, que nace sin duda de igual inquietud biológica que el petrarquismo, por más que éste la niegue, pero de muy otro referente, esta vez no místico, sino ontológico. De todas formas, escondida seguramente en los vocablos, vive la mitopoética angustiada del enamorado del amor: Narciso, Don Juan...


En este libro, sobre todo, el reconocimiento a Cortázar, a Vallejo y a Cioran. Pero también Catulo, Pasternak, Borges, Walcott o G. Montero. Aquí, la dialéctica literaria ciudad/aldea está superada. En Ortega sólo sobrevive la ciudad porque ese es el único mundo en que en que el poeta existe y se existe, la realidad que le angustia y le agoniza.


En los poemas de Cuenta atrás, verdadera intersección, regulada por inútiles semáforos, de la realidad con la imaginación del poeta, resuenan, por aquí y por allá, voces y ecos amistosos ()intertextos?) de sus escritores preferidos, estribillos de la música pop española, gritos epigráficos de una pintada desde un muro en París o susurrantes epitafios de algunas lápidas de Montparnasse, puertas de los dormitorios de mármol del ajedrecista Alekhine o del soñador Cortázar (morir, dormir; dormir, quizá soñar...).


Francisco M. Ortega alcanza, en esta última creación, su mejor y más maduro trabajo literario. Aquí el signo lingüístico, es decir, artístico, se acomoda perfectamente a la función primaria del lenguaje: significar. Lo que importa al escritor (y, por tanto, a su lector) no es tanto la metáfora pictórica (del Renacimiento) o la musical (del Romanticismo), sino el referente semántico, ontológico, contemporáneo, de los hijos del limo (en expresión de Octavio Paz) de este final de siglo. Retórica, pues, la de Ortega paradójicamente vital, des-mistificadora, des-veladora, resueltamente honesta, entregada, en definitiva, a significar algo y no a las meras galas del decir:


... ya importa poco el cuerpo que tomen las palabras

eempeñado en encontrar un verso

que rime mis pisadas con la calle

-sinceramente cierto-

y cuyo ritmo sea como el chapotear de las gotas de agua.




Francisco Ayudarte Granados

Motril, 12 de julio de 1996

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