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Me da vértigo el punto muertoy la marcha atrás,
vivir en los atascos,
los frenos automáticos y el olor a gasoil.
Me angustia el cruce de miradas
la doble dirección de las palabras
y el obsceno guiñar de los semáforos.
Me da pena la vida, los cambios de sentido,
las señales de stop y los pasos perdidos.
Me agobian las medianas,
las frases que están hechas,
los que nunca saludan y los malos profetas.
Me fatigan los dioses bajados del Olimpo
a conquistar la Tierra
y los necios de espíritu.
Me entristecen quienes me venden clines
en los pasos de cebra,
los que enferman de cáncer
y los que sólo son simples marionetas.

Me aplasta la hermosura
de los cuerpos perfectos,
las sirenas que ululan en las noches de fiesta,
los códigos de barras,
el baile de etiquetas.
Me arruinan las prisas y las faltas de estilo,
el paso obligatorio, las tardes de domingo
y hasta la línea recta.
Me enervan los que no tienen dudas
y aquellos que se aferran
a sus ideales sobre los de cualquiera.
Me cansa tanto tráfico
y tanto sinsentido,
parado frente al mar mientras que el mundo gira.


En la vida es más necesario perder que ganar.
B. Pasternak


Has perdido tantas veces que una más ya no importa,
como tampoco importan, a poco que lo pienses,
otras que pronto llegarás a aguantar.
Te tienen sin cuidado los saldos cotidianos,
los juzgados de guardia y el papel timbrado,
las pilas alcalinas y los jóvenes yupis
porque sabes que pronto volverás a perder.
Eres esa mujer que acepta, en silencio, aquietada,
el duro golpe helado del rapto de su flor,
-muerto el disfraz ajado de su belleza ayer-.
Eres el hombre hastiado en el húmedo parque
que mira en soliloquio fugaz atardecer
cuando las canas pueblan la pensante testuz,
y la ciudad perdida, a lo lejos, vomita
colillas machacadas y fuentes de cristal.
Te tienen derrotado los ecos de la noche
la noctámbula voz de las sirenas
las canciones de sal,
y ese lento vacío de las conversaciones.
Te han vencido las líneas de otro amanecer
al confundir los rostros de los que van y vienen
-nunca sabrás muy bien-.
Estaciones de metro y garajes vacíos
te recuerdan que añoras volver a la niñez.
Te arruinan los bares, los kioscos de prensa,
la marca de las cosas y el último autobús
-ese que nunca llega-.
Te soterran las prisas, las angustias mortales
y las salas de espera, el cansino existir
cuando ya nada importa y ya a nada sabe
el hecho de vivir.

                                                                                                                                                                                
                                                                                                                                                                        (Cimetière du Montparnasse) 
                                                                                                                                                                                        Para Antonio Peña


Vallejo está en su tumba guardado,
bien guardado, al fondo Montparnasse
con su torre negra y su tapiz de razas.
Los muertos arropados por el mustio recuerdo
oyen ruido de rosas y feliz aguacero.
París es una fiesta de gentes
y los muertos se ríen desde el silencio,
mientras mi corazón se inclina,
delante de las tumbas, hacia ellos.

Vallejo está sin César bajo la sepultura
y me alegro de verte buen amigo
con tu salud, tu vida, tu mirada,
siempre tan cuñadito y a lo lejos
los frondosos castaños parisinos
que tú tanto gustabas.
Julio con su Cortázar y sus cronopios
da un juego interesante
mientras revolotean por su tumba
meopas y pameos que dibujan rayas ambiguas en el cielo.
Baudelaire escondido entre la hiedra fina
va deshojando, alegre, flores marchitas
y Alhekin le acompaña en una partida
sin final y sin causa.

Vallejo está perdido entre ángeles caídos en el suelo,
como hojas de otoño
sobre lápidas que sus nombres ignoran:
Beckett, Sartre, Maupassant.
París es una tumba inmensa.





En el nocturno paisaje de la ciudad que duerme
veo la clara luz de tu ventana
y tras de ella a ti, ensimismada y leve, como una hache,
bajo tu rostro alegre y tus ojos de agua.
Te imagino distraída, líquida y liviana,
buscando alguna fórmula, entre sueños mojados,
que te enseñe a vivir.
Vivir como tú quieres: dulce, lejana; mar.
A ratos volviéndote al espejo
para buscar una sonrisa cómplice y amena
que, poco a poco, diluya tu vigilia
hasta hacerte flotar, como flota la luz de tu ventana,
sobre el vertiginoso añil de la ciudad.







Me gusta la ciudad serena y triste
a esas horas que todos han huido
hacia el íntimo refugio de las cosas.
Cuando en el aire flotan, todavía, los ecos
de escandalosas fiestas y muchedumbres locas.
Entonces que la ciudad tiene conmigo
un gusto de cómplice y resaca
y late como mi corazón, solitario y tan frío,
desnudo con la noche,
furtivo como una rata.
Cansado y ronco como el ladrido
de un perro viejo que la lluvia calara.

Me gusta la ciudad a esas horas duras
que no la vive nadie, sólo las sombras
de seres que parecen venidos de otro mundo
a recoger las bolsas de basura,
mientras el aire se espesa y son
inútiles las señales de tráfico y las aceras.

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