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envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

Gil de Biedma 



Una partida de ajedrez juego a diario
que es la misma y distinta a la vez.
En esta lucha estéril que mantengo
he perdido, a la fecha,
tres molares, un puñado de pelos
y algo de vista,
la juventud, mi escaso crédito,
las ilusiones y una media sonrisa.
La pierdo cuando creo que la gano,
mientras miro en la tele esos cuentos modernos
de chicas neumáticas con sus pechos de goma,
en el escaso significado que mantienen las palabras
y, como siempre, frente a los deseos.
Es un juego que pierdo en esas madrugadas
donde creo que no existo
y me arrastro, penoso,
al refugio de mi lecho postrero.

Si las cuentas no fallan son treinta
y seis largos años enfrentado a un extraño,
tropezando con un animal vagamente cercano
que me sigue donde quiera que vaya
y me recuerda, con felina mirada,
desde el lado imposible del espejo,
a ese pobre diablo que veo en mí.
Una partida lenta que muere cada tarde
como un adagio de Barber o de Mahler,
y se come las piezas de los nombres olvidados
por la memoria afectiva del corazón.

Sobre el tablero faltan los primeros peones,
amigos de la infancia que el tiempo degluyó
y vuelven los domingos,
como imágenes sepia de una vieja película
contada con guión y escenario de barrio:
los partidos de fútbol que nunca terminaban,
el gomero, las bolas,
churrichurri mi capitán al uno,
las flechas de carrizo con sus puntas de lata
y aquel chichón que tanto daño me hizo,
herido como estaba en mi orgullo infantil.

Tampoco están ahora, aquellos
compañeros en piso de estudiantes,
forradas las paredes con carteles de Bakunin y el Che,
la profunda liturgia por mejorar el mundo,
y descubrir el sexo y el hachís
en una tarde juntos, Rimbaud y Baudelaire,
Pink Floyd, la Naranja Mecánica,
Mari Carmen y el Ultimo Tango en París.

Al comienzo, recuerdo, nada hacía presagiar este desastre
-como el pájaro que al despuntar el día
abre sus alas sin miedo a equivocarse-,
pero el primer error, aquel que fue un mal cálculo,
me enseñó pronto arriar las velas del corazón.
Luego, más tarde, traspasados los años supe
que era mejor el día para dormir
y desnudar el alba tras la noche canalla
con el amor entre las piernas,
y el pleno gusto de confundirme
equivocando a quienes me amaban.

Con el paso del tiempo cargado de costumbres,
de vicios y de achaques,
de irremediables incertidumbres,
la ausencia de piezas,
el oscuro desaire de enterrar ideales
como quien va enterrando sus muertos uno a uno,
me hacen agachar la cabeza y seguir adelante
renegando entre dientes
que la literatura no salva a nadie,
ni este juego perverso de escribir poesía
me va a sacar a flote de la negra rutina
donde se ahogan estos días perdidos.

Vivir es un error que he comprendido tarde
y no sé si el hallazgo me complace o me aturde,
cuando veo más claro el final del engaño,
de esta partida inútil que juego contra mí
y los conejos siguen creciendo en Australia.
Ahora cuando quedan las piezas esenciales
y consulto las dudas, el desaliento,
las renuncias y el desamor.

Un final que comienzo a encontrar aburrido,
una lucha con muy poca ecuación
que me anuncia que, rendido ante el mundo,
daré por bueno un jaque mate.



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