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Te seguí sin pensarlo,
sin saber de ti nada porque aquello que ignoro
me arrastra hacia el misterio del deseo y la dicha.
Fui detrás sin que tú lo supieras
como ángel oscuro
y tus pasos livianos me guiaron
hasta un concierto de música que no entendí muy bien:
las pistas de la noche tienen muchos destinos.
Allí, en la confusa marejada humana,
te descubrí reinando entre las gentes
como tú sóla sabes reinar en tu hermosura,
adueñada del mundo que te tocó vivir.

Luego en un chiringuito con el mar por terraza
bailabas embebida entre gritos y copas,
era un lugar sin nombre
o quizás sólo sea que no quiero acordarme
porque ya para entonces a mi también
el güisqui me hacía naufragar en las horas.
En un sombrío recodo me saliste al paso,
era una larga cola que las chicas guardaban
para entrar al servicio de señoras
y apenas me miraste.

Más tarde, ya la noche aturdida de alcohol,
me pareció un momento que a mí me sonreías
y tuve el sentimiento de quien logra vencer.
No hubo una palabra entre nosotros dos
para hacerte entender que yo existía también
en ese instante torpe de plena actualidad
-la tiranía del tiempo causa muchos despojos-.
Y así seguí bebiendo tras el rastro salvaje
que tus encantos dejan por las noches sin cielo
y tú indiferente a mi proximidad.

Cuando quise acordarme de la hora que era
-la conciencia es un vicio que no sé sublimar
y uno siempre recuerda-,
el día ya aclaraba su rostro celestial
y tú, desconocida y joven,
otra vez imposible,
te habías escurrido delante de mis ojos
como quien ve pasar, al raso de un cielo negro,
una estrella fugaz que anuncia la belleza
delante de la estela de su brillo mortal.



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