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Las siete de la mañana, París se despereza
y yo triste turista recién desembarcado
junto al Sena, estación de Austerliz.
Una violinista toca a Brahms monótona y ausente
mientras oleadas de gente cruzan
por puertas correderas dejando unas monedas.
Desayuno una infusión de idiomas,
café francés y cruasán a solas
con el viajero que viene conmigo desde lejos.
Entre un ruido de máquinas que tican
compromisos en las fauces del día
y un andar de pisadas confusas,
la liberté, la égalité y la fraternité
afloran en los bulevares como un perfume caro.
Kieslowski, Truffaut, cuatrocientos colores
y tres golpes de suerte.

En un vagón de metro la soledad me espía,
tiene rostro oriental,
rasgos perdidos de ser interurbano.
Las luces pasan rápidamente
mientras viajo por las tripas de la ciudad,
las mismas luces pálidas que se quiebran
en túneles sin salida ni solución.
En Convention hay un poema escrito
con versos de tiza en la pizarra
para recordarme que aunque el amor no existe
en la orilla derecha del Sena,
alguien obtuvo satisfacción a un precio razonable.
Y por eso las rubias sirenas que pueblan
el fondo del río prefieren por amantes
sólo a los suicidas.




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